Ciertos estudios médicos constatan que el humano alcanza la plenitud física a los veinte años, y es capaz de mantenerla hasta los treinta; a partir de ese momento el declive será más o menos pronunciado, la degeneración más o menos sangrante pero, en cualquier caso, inevitable. Así, podría afirmarse científicamente que la vejez comienza al estrenar la cuarta década. No obstante, conozco personas con treinta y un años cumplidos que discrepan vehementemente sobre el particular, además de actrices de Hollywood que son mucho más jóvenes y bellas ahora, que se acercan a la cincuentena, de lo que eran cuando rondaban los treinta. Por no hablar de aquellos países en los que la esperanza de vida es de treinta y cinco años, esperanza que les sitúa a tan sólo un lustro de ver cumplido el viejo anhelo de no ser nunca viejos. Alejémonos, pues, de lo físico, y miremos cara a cara en el espejo a nuestra alma inmortal. Miremos nuestros ojos reflejados y, si podemos soportarlo, mantengamos la mirada durante varios minutos a ese ser que nos resultará más y más extraño cada segundo que pasemos con su iris enfrentado al nuestro.
La vejez empieza el día en el que, secretamente, reconoces que ya nunca verás cumplidos tus sueños de juventud, esos que hasta ayer alimentabas con frescura infantil; empieza el día en el que ya no te emocionan las cosas sencillas con las que no hace mucho se te humedecían los ojos; empieza cuando notas cómo pierdes terreno en los múltiples frentes que mantienes en tu guerra con el mundo, esos frentes que antes mantenías a raya fácilmente; empieza el día en el que te dices que ya es demasiado tarde para cambiar, cuando tan sólo la vergüenza que supondría admitir que has fracasado te da fuerzas para repetir la pantomima de ayer, que será la que vuelvas a repetir mañana; empieza cuando vas al cine y la fanfarria de la Fox ya no te estremece; cuando saludas y sonríes al compañero de trabajo mientras te dices a ti mismo: “hipócrita”, y te preguntas durante cuánto tiempo más serás capaz de fingir; empieza el día que hace demasiado frío o demasiado calor para irte a pasear por el campo; el día que maldices a la lluvia que te moja, la misma que antaño te hacía elevar los brazos al cielo y disfrutar con las gotas humedeciendo tu piel; empieza, en fin, cuando un beso ya no significa nada…
Sí, pobre diablo, ya puedes retirar la vista del espejo, de tu alma efímera como un arco iris al atardecer (lo de “inmortal” no era más que un recurso poético). Déjalo ya, es lo mejor, pues lo que te está diciendo el tiparraco del cristal es que tu tiempo pasó; la vejez empieza hoy.
La vejez empieza el día en el que, secretamente, reconoces que ya nunca verás cumplidos tus sueños de juventud, esos que hasta ayer alimentabas con frescura infantil; empieza el día en el que ya no te emocionan las cosas sencillas con las que no hace mucho se te humedecían los ojos; empieza cuando notas cómo pierdes terreno en los múltiples frentes que mantienes en tu guerra con el mundo, esos frentes que antes mantenías a raya fácilmente; empieza el día en el que te dices que ya es demasiado tarde para cambiar, cuando tan sólo la vergüenza que supondría admitir que has fracasado te da fuerzas para repetir la pantomima de ayer, que será la que vuelvas a repetir mañana; empieza cuando vas al cine y la fanfarria de la Fox ya no te estremece; cuando saludas y sonríes al compañero de trabajo mientras te dices a ti mismo: “hipócrita”, y te preguntas durante cuánto tiempo más serás capaz de fingir; empieza el día que hace demasiado frío o demasiado calor para irte a pasear por el campo; el día que maldices a la lluvia que te moja, la misma que antaño te hacía elevar los brazos al cielo y disfrutar con las gotas humedeciendo tu piel; empieza, en fin, cuando un beso ya no significa nada…
Sí, pobre diablo, ya puedes retirar la vista del espejo, de tu alma efímera como un arco iris al atardecer (lo de “inmortal” no era más que un recurso poético). Déjalo ya, es lo mejor, pues lo que te está diciendo el tiparraco del cristal es que tu tiempo pasó; la vejez empieza hoy.
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La Voz, Jerez, 9 de marzo de 2008. Hay días (o meses, o años) que uno no está para nada. Pero hay que seguir.
5 comentarios:
Mi más "sentida" enhorabuena. Leyendo tu extraordinaria columna me he sentido un poquito más viejo, porque, desgraciadamente, me he reconocido en alguno de los retazos que en ella apuntas. En todo caso, me parece de una sensibilidad y reflexión sobresalientes.
De verdad, me he emocionado leyéndola (no es una frase hecha...). Gracias
Gracias, amigo mío.
En tanto que inevitable y necesaria en el orden de las cosas, debemos aceptar la vejez con deportividad y, si es posible, haciendo deporte...
:)
Efectivamente, es una columna fabulosa, y quiero suscribir punto por punto el comentario de mafd.
Enhorabuena, nadie.
Gracias, Keyser, me alegro de haber tocado tu fibra sensible. Es lo que da la medida de la calidad de un escrito.
Un abrazo...juvenil.
¡¡Qué alegría leerte Keiser!! ¡Ya te echaba de menos! ¿que te ha pasado, que no te dejas caer por aquí?
Una abrazo
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