martes, 8 de septiembre de 2009

Nueva York: 01-01-0009




“Ha llegado la hora de la decisión, la época que revivirá el espíritu de nuestros antepasados, la era de una aventura común para todos los hombres. La llegada del hombre a Marte puede llevarse a cabo a principios de los años ochenta…”

Estas palabras de George Müller, un administrador de la NASA, resumen el ánimo del pueblo estadounidense tras conseguir el mayor logro tecnológico de la historia, algo que sólo fue posible gracias a la unión de toda la fuerza política, económica, científica e ideológica de la nación. Vemos imágenes y leemos libros de aquellos días, y sentimos que pertenecen a una infancia lejana y perdida, cuando la esperanza podía derribar cualquier muro y la perseverancia quebrar cualquier roca. Lo triste no es recordar aquello, sino ver qué queda hoy día de todo aquello. Llegaron los años setenta, y los estadounidenses volvieron a perder la inocencia (las personas sólo pueden perderla una vez, pero las sociedades lo hacen cíclicamente) esta vez en Vietnam, aunque cuando clavaron su bandera en la Luna ya llevaban una década clavando y siendo clavados bayonetas a manos de Charlie. Dicen que la americana es una sociedad infantil, y la europea madura y elegante, quizá sea por eso que los americanos prevalecieron y lo siguen haciendo. El enemigo era claro hasta los años ochenta, era fuerte, grande, y estaba en otro sitio. Pero eso cambió, el enemigo perdió fuerza y todos nos alegramos porque no sabíamos que era preferible el equilibrio en el miedo a lo que vendría después. El triunfo de Reagan, Thatcher, Wojtyla, Walesa y millones más parecía traer paz, pero el nuevo enemigo ya se fortalecía en el odio, abonado por la incultura y la miseria, y esta vez era fuerte y débil, grande y pequeño, y estaba lejos, cerca, dentro y fuera: en todos sitios. Y llegó 2001, y unos cohetes que ni eran cohetes ni iban a la Luna, alcanzaron su destino anticipado y vertical. Y aquello sí fue un gran paso para la humanidad; hacia atrás, pero grande sin duda: el poder de unos cientos de fanáticos con veneno en lugar de sangre, cambió el mundo más de lo que la fuerza de millones en aras del progreso lo había hecho 32 años antes.

11 de septiembre de 2009. El mundo sigue siendo lo que ha sido siempre: un tablero de juegos para que los hombres se amen y se maten con ayuda de su inteligencia superior, pero al son de sus instintos inferiores. Nueva York recuerda a sus 2.751 muertos con oficios religiosos, torres de luz, conciertos e incluso una carrera en la que se pueden personalizar los dorsales para que digan en memoria de quién corres. El Presidente hablará y todos los ciudadanos harán suyo el discurso. América nunca olvidará a los que reposan en paz. Dentro de seis meses también celebraremos aquí un aniversario, habrá algún acto de tapadillo en Madrid, al que irán unos y del que renegarán otros, y los cadáveres de los trenes seguirán volando de izquierda a derecha y de derecha a izquierda; vieja y elegante España. Pero tampoco en Nueva York es amor y fraternidad todo lo que reluce, business is business, y si el Empire State se construyó en menos de un año y dos meses (eran otros tiempos), la Zona Cero sigue siendo un solar en el que no hay presupuesto para elevar las nuevas torres previstas, por más que la memoria y el orgullo pidan a gritos que se vuelvan a levantar las Torres Gemelas tal y como eran. Construyan lo que construyan, siempre recordaremos que aunque parecía que todo iba a cambiar en 1969, fue en 2001. Y ya que nunca dejará de haber quienes sueñen con volver a estrellar aviones en el corazón de las ciudades, que sepan, al menos, que serán superados por otros que harán que el hombre cumpla su destino, por aquellos que lograrán que pongamos el pie en Marte, y más allá.





La Voz, Jerez, 8 de septiembre de 2009. Aunque en el culo del mundo, algunos por aquí tampoco olvidamos.





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