sábado, 24 de mayo de 2008

1.000-€-istas


Desgracia y necesidad son dos palabras que todos entendemos, aunque no necesariamente las interpretamos de la misma forma, pues no son, en absoluto, conceptos absolutos. De hecho, cada uno sube o baja su listón particular para calificar algo como “desgraciado” o “necesario”, en función de su experiencia vital y, sobre todo, de la comparación con los demás. Así, como siempre nos comparamos con aquél a quien le va mejor, tendemos en exceso a sentirnos desgraciados y a tener grandes necesidades: necesitamos la pantalla de plasma de 42 pulgadas porque no nos importa el niño sucio y desnudo que vemos en la de 37, que se nos ha quedado pequeña; necesitamos ir de vacaciones, como mínimo al Caribe, porque envidiamos al que tiene un yate y un jet privado, en lugar de imaginar cómo sería la existencia si el único objetivo de cada día de nuestra vida fuese llegar a la noche habiendo metido algo en el propio estómago y en el de la familia.

Ganar 1.000 euros al mes puede ser una calamidad o una bendición, pero que una masa enorme y creciente de ciudadanos, algunos muy capaces, ganen eso, y además tengan pocas expectativas (o ninguna) de mejorar, es sin lugar a dudas un auténtico fracaso del sistema, una broma sin gracia en la España del “todo va bien, cabrones, y el que no se lo crea que reviente”. Desde mediados del siglo pasado, cada generación de padres ha luchado por conseguir, y ha conseguido, que sus hijos alcanzaran un mayor bienestar económico y social. Así es como tiene que ser en cualquier nación civilizada, salvo que se produzcan guerras u otras catástrofes devastadoras, y así es como había sido en España…hasta ahora. Porque ahora tenemos un país social y mentalmente estructurado para ser “tres mil eurista”, en el que una parte sustancial de sus habitantes se ve obligada a vivir y morir con un tercio de aquello a lo que creía estar destinado y a lo que cree tener derecho. Y el gran desgraciado no es el veinteañero recién salido de la universidad que ha de compartir piso para llegar a fin de mes (ese pobre tan sólo está empezando a atisbar su futuro); el auténtico perdedor es aquél que con 30, 40 ó 50 años, con cargas insuperables y sin esperanzas de progreso, ve cómo ni tan siquiera puede dar a sus hijos aquello que él sí tuvo. Posiblemente en el sibilino lenguaje del Ministro de economía esto no se llame crisis ni regresión, pero nunca los tecnicismos de un burócrata obediente hicieron que la fantasía se convirtiese en realidad.

En estos tiempos difíciles, navegamos a toda vela hacia unos arrecifes llamados “tiempos dificilísimos”. Quizá a partir de ahora nos convenga prestar más atención a las miserias del mundo cuando miremos por la ventana de plasma de nuestro salón, igual hasta conseguimos sentirnos dichosos.

La Voz, Jerez, 25 de mayo de 2008. El Euribor ya no es nuestro amigo.

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