domingo, 6 de enero de 2008

Bolsas de agua


Ahí estaba, reposando de la vida. Tuve que dar un pequeño volantazo para no pasarle por encima aunque, lo que es a él, creo que ya no le importaba. No era el primer animal reventado que veía en la carretera, ni será el último, pero la disposición de este parecía tan irreal, que permaneció grabada en mi retina durante días: diríase que contemplaba el fruto de una cuidadosa planificación artística, y no de un desgraciado -para él- accidente. El chucho yacía entero, de una pieza. Su pelo blanco y negro no estaba manchado ni demasiado sucio. Más parecía encontrarse echando una siesta sobre el asfalto que durmiendo el sueño eterno. Sin embargo, todo se aclaraba al ver el pastoso charco de sangre y vísceras simétricamente proyectadas, como si un charcutero con un acceso de ira las hubiese arrojado lejos de sí usando un transportador de ángulos. Por dónde pudo salir tanta materia de un recipiente aparentemente intacto, no me lo explico.

Viendo el cuerpo del animalito, no pude dejar de pensar en tantos y tantos cuerpos de humanos que sufren la misma suerte. Ahora vivos, resistentes, plenos, fuertes, insolentemente cargados de vida; ahora muertos, rotos, despiezados, reventados como un globo lleno de ketchup tirado desde una azotea. Ahora unión de cuerpo y alma, cumbre de la creación, dueños y señores del planeta; ahora despojos malolientes, útiles tan sólo para una legión de gusanos. Ahora niños sanos, regordetes y sonrientes, con su inmaculado libro blanco del futuro aún por escribir; ahora irreconocibles trocitos de carne humeante mezclada con hueso y cartílago, su libro todo salpicado de rojo negruzco y pegajoso.

Siendo así de minúscula la existencia humana, maravilla la contemplación de aquello de lo que nuestra raza ha sido capaz. Quizá hemos llegado tan lejos porque la mayor parte del tiempo no somos conscientes de nuestra enorme vulnerabilidad. Y, sin embargo, no necesitamos ver un cuerpo destrozado para, de vez en cuando, sentir plenamente nuestra insignificancia y fragilidad: no importa cuán duros seamos o creamos ser, lo mucho que cuidemos y entrenemos nuestro cuerpo, lo admirados que estemos de nuestra fortaleza y salud…una simple gripe, un dolor de oídos, un corte, una caída, la torcedura de un tobillo o una indigestión nos pondrán en nuestro sitio en una fracción de segundo. Pero no nos importa. Éramos monos y no teníamos bastante, así que controlamos el fuego e inventamos la rueda, compusimos sinfonías y aprendimos a volar, dominamos la Tierra y en el camino de arrasarla estamos… Lo cierto es que no está mal, nada mal, para unas simples, débiles, y muchas veces estúpidas, bolsas de agua.
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La Voz, Jerez, 6 de enero de 2008. Felices reyes.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No entiendo que tras observar con tanta minuciosidad al pobre perro no te dieras un trompazo con el coche. Menos mal.

Nadie dijo...

No, Maikel, fue una visión fugaz, pero de esas que quedan grabadas cn total nitidez y luego puedes analizar en tu cerebro como si tuvieras una foto delante.