De pequeño, me encantaba recortar fotos de los rascacielos de Nueva York, y pasaba horas dibujando skylines de Manhattan en los que las Torres Gemelas y el Empire State nunca faltaban. El 11 de septiembre de 2001 contemplé hipnotizado en la tele de un bar cómo caía la primera torre gemela. Unos segundos después, la camarera cambió de cadena para ver la telenovela de Canal Sur. Y es que, más allá de lo que nos puedan llegar a conmover las desgracias ajenas, el hecho es que las tragedias que de verdad cuentan son las que sufre cada uno, y lo demás importa un pijo; ¿quién recuerda lo que estaba haciendo cuando sucedieron los atentados de Bali, Casablanca, o Londres?
Sin embargo, lo de aquel 11 de septiembre fue distinto; nadie ha olvidado, aparte de mi camarera y petardos similares, lo que hacía mientras Nueva York era masacrada en nombre de Alá. Y no hay contradicción alguna en ello, porque fue ese, y ningún otro, el día en el que murió el mundo que habíamos conocido para dejar paso a uno nuevo surgido de entre las ruinas y el dolor. Hace ya cuatro años que nació la nueva criatura, y aún hoy no podemos atisbar cómo será cuando crezca; quedan muchos insensatos que fingen que todo puede seguir siendo igual que antes, pero cada vez más gente entiende que dos sí pelean aunque uno de ellos no quiera, de modo que las únicas opciones son defenderse o dejarse matar.
La perdición del hombre es el olvido, y por eso, mientras la televisión seguía arruinando la mente de millones de españoles, dediqué la noche del último 11 de septiembre a escuchar una y otra vez el nombre mágico de Nueva York cantado por Frank Sinatra. Para no olvidar lo que les hicieron. Lo que nos hicieron. Lo que me hicieron. Jamás conocí una ciudad más maravillosa, ni personas más amables y deseosas de ayudar que sus habitantes. Así que Dios guarde a Nueva York, y malditos sean todos aquellos que justificaron, comprendieron, relativizaron, jalearon o, simplemente, se alegraron de aquello. Y en la guerra entre la civilización y la barbarie, ojalá gane el mejor.
Sin embargo, lo de aquel 11 de septiembre fue distinto; nadie ha olvidado, aparte de mi camarera y petardos similares, lo que hacía mientras Nueva York era masacrada en nombre de Alá. Y no hay contradicción alguna en ello, porque fue ese, y ningún otro, el día en el que murió el mundo que habíamos conocido para dejar paso a uno nuevo surgido de entre las ruinas y el dolor. Hace ya cuatro años que nació la nueva criatura, y aún hoy no podemos atisbar cómo será cuando crezca; quedan muchos insensatos que fingen que todo puede seguir siendo igual que antes, pero cada vez más gente entiende que dos sí pelean aunque uno de ellos no quiera, de modo que las únicas opciones son defenderse o dejarse matar.
La perdición del hombre es el olvido, y por eso, mientras la televisión seguía arruinando la mente de millones de españoles, dediqué la noche del último 11 de septiembre a escuchar una y otra vez el nombre mágico de Nueva York cantado por Frank Sinatra. Para no olvidar lo que les hicieron. Lo que nos hicieron. Lo que me hicieron. Jamás conocí una ciudad más maravillosa, ni personas más amables y deseosas de ayudar que sus habitantes. Así que Dios guarde a Nueva York, y malditos sean todos aquellos que justificaron, comprendieron, relativizaron, jalearon o, simplemente, se alegraron de aquello. Y en la guerra entre la civilización y la barbarie, ojalá gane el mejor.
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Diario de Jerez, 14 de septiembre de 2005
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